Oculto a la ignorante luz que destila el corazón de la Perla de Sefarad, hay un tesoro en toda regla para soñar el toreo. No le exagero: basta con gozar del rocío de esa inconmensurable fortuna derramada por Dios, y adentrarse en ese tenebroso patio de cuadrillas, iluminado repentinamente por el más brillante ruedo.
Sentir el lejano pálpito de un difuminado natural, con temple, en las betas de un árido palillo de haya... mecer, de frente, siempre de frente porque el toro colgado está y ahí queda, la franela con manchas sagradas, fieles testigos de unos "oles" de reventón... percibir el calor de la seda rasgada por un pitón de plaza de primera, mientras se sigue sin creer que se adormece una delicada bamba bañada en albero maestrante... calarse el miedo en forma de moritas con el amargo tacto y peso del aplomo de la profesión más hermosa del mundo... rematar faena de arte con el pulgar hundido por una bola a la que siguen ochenta y ocho centímetros de puro acero acanalado... hipnotizarse por momentos bajo la lúgubre luz del oro viejo del canutillo, que llora en silencio los momentos más duros... vestirse de columnero en pleno invierno, en la dureza de la falsa armadura a la que chorrean machos colmados de torería... solo se puede contemplar, cual espléndido museo, en el más mágico lugar, donde se observa, tras la correspondiente reverencia, la fuente de maestría de la que beben los descendientes taurinos de D. José y D. Juan...
Se escuchan vagamente además los ensordecedores pañuelos que claman la mayor alegría de la Fiesta, ya atenuados por el paso de los lustros, a través del algodón que sigue intacto desde aquella gloriosa tarde... se denota el ronco susurro de un viejo macho que da lecciones de toreo a sus pupilos, quienes a su vez admiran la pervivencia de aquel que acompañó al Monstruo en sus mejores y peores corridas... y por supuesto, como no podía ser de otra manera, se aprende, porque como en todo, en el mundo del toro nunca se deja de absorber conocimientos nuevos, y más aún de la mano de un aficionado con un supremo nivel de dominio taurino, y con innumerables vivencias a sus espaldas, las cuales narra con una sonrisa que traspasa la dichosa mascarilla.
Y tras estos intentos, en vano, de tratar de bocetar el almíbar del toreo que predomina con creces -porque estas experiencias no se cuentan: se viven-, parece inevitable no pensar en que aflora una de las profesiones más aparentemente desconocidas (a fondo) del planeta. De esta manera, adentrándome en el concepto amplio que comprende el ser mozo de espadas, es mi deseo señalar una graciosa, mas totalmente repleta de verdad, frase del Maestro Antonio Ordóñez, que dice que "es más fácil comerse un kilo de sal al día, que ser figura del toreo". Pues bien, no escasean aquí fieles y admirables testigos y compañeros de los que coronan el escalafón, los cuales recuerdan triunfos grandes que guardan sus entrañas...
Tras esto, reposan mis sentimientos taurinos, como lo hace el buen vestido en la bañera... y concluyo estas humildes líneas en señal de agradecimiento a un amigo, y por qué dudarlo: torero, que con abismal amabilidad y gusto me ha abierto las puertas de su casa... para soñar el toreo.
Imágenes: archivo personal.
Romero Salas